El fotógrafo y pintor español José Manuel Ballester (Madrid, 1960), es el ganador del Premio Nacional de Fotografía 2010.
Licenciado en Bellas Artes, también tiene obra escultórica y ha realizado piezas de videoarte. Según el Ministerio de Cultura, el galardón viene a valorar «su trayectoria personal, por su singular interpretación del espacio arquitectónico y la luz y su aportación destacada a la renovación de las técnicas fotográficas»
Desde que se apasionó hace una década por crear fotografiando, los espacios arquitectónicos -tanto el interior como el exterior de los edificios- han protagonizado sus obras.
El trabajo de Ballester ha estado enfocado casi siempre a los espacios vacíos, los espacios públicos, los lugares industriales, o las zonas en obras o en proceso de trasformación. Sus primeros cuadros eran de estilo hiperrealista y naturalista hasta que el artista pintó lienzos de formatos muy grandes y con gran mancha de color.
Los trabajos más conocidos de Jose Manuel Ballester son reinterpretaciones de cuadros clásicos, a mayoría del Museo del Prado, en los que han desaparecido las figuras humanas. En realidad se trata de una fotografía de tamaño idéntico al natural en la que se han ido borrando las figuras y recomponiendo el espacio que habría detrás suyo. Una excursión por la pintura en la que, gracias a la eliminación de las figuras que la habitaron, nos deja el paisaje limpio, casi como recién inventado, para que podamos deambular por él como seres primerizos. El autor, por una parte, quiere «limpiar» la pintura de paisaje histórica de toda su anecdótica humana, por otra, trastoca el orden visual de las cosas; es decir, invertir su jerarquía, dando prioridad a lo tradicionalmente considerado como «de segundo plano». En realidad, Ballester ha enredado voluntariamente las perspectivas y los papeles, de forma que piensa la pintura mediante la fotografía y esta mediante aquella.
Como bien dice Frenando Calvo Serraller «hay momentos, en efecto, en que los árboles nos impiden ver el bosque. El proverbio se aplica a la contemplación de la naturaleza, pero también a la traslación artística de ésta, que no en balde ha formado un género pictórico autónomo, el del paisaje. Como fondo, el paisaje ha tenido una historia muy antigua, pero no logró librarse de su subordinación –y sólo relativamente– hasta bien avanzado el siglo XVII. El problema era que la naturaleza en sí y, por tanto, su visión artística producían aprensión y recelo si no se lograba estampar un cierto sello humanizador. Sólo cuando el horizonte humano se fue ensanchando hasta una dimensión no sólo planetaria, sino cósmica, se pudo comprender que era imprescindible despejar nuestra mirada de lo que empequeñecía nuestra visión: de nuestros miedos y el correspondiente lastre de prejuicios. En este sentido, el franqueamiento completo del paisaje como genero se produjo en nuestra época, en la que ha sido posible contemplar la naturaleza sin, por así decirlo, ser visto. Esta revelación sigue siendo hoy un creciente desafío sin límite a la vista.»
Ballester aplica a estos «cuadros» puntos de vista “subvertidores” de lo que se entiende como el uso normal o normalizado de relacionarse con una obra de arte o con un museo, pero no sólo para con ello cuestionar su inercia obcecada, sino para, en efecto, “rehacerlos”. De manera que, eso es en principio lo que nos propone Ballester con sus análisis “clarificadores” de reconocidos cuadros del Museo del Prado, en todos los cuales la estrategia dominante o el guión ha consistido en despojarlos de figuras humanas y de sus menesterosas o atribuladas acciones, quedándose sólo con los telones de fondo de sus respectivos paisajes.
Si se analizan estos cuadros en conjunto, comparándolos entre sí, no cuesta trabajo descubrir no solo que cada uno da ellos nos plantea todos los sucesivos planos de diferente alejamiento, sino de encuadre y altura distintos. Nos proporcionan asimismo un elenco muy variado de prototipos de narración formal y simbólica. Y, por último, sobre todo, nos muestran las muy diversas formas de incidencia luminosa.
En el caso del Retablo de la Anunciación de Fra Angelico, un temple sobre tabla, datado hacia 1425-1428, donde el drama central, el del misterio de la Anunciación, se desenvuelve, bajo un palio arquitectónico, en las estancias de la Virgen, ocupando las tres cuartas partes de un primer plano frontal, que deja la parte restante para cobijar el frondoso jardín del Paraíso, de donde Adán y Eva acaban de ser expulsados. Pero, por debajo, en lo que se denomina el banco, hay una sucesión de cinco pequeñas viñetas, que representan, a su vez, el nacimiento y desposorios de la Virgen, la Visitación, la Purificación, la Epifanía y el Tránsito. Pues bien, desalojadas todas las figuras, lo que descubrimos es la sucesión de un rico y variado conjunto de espacios manchados por la luz.
En El jardín de las delicias, de El Bosco, un óleo sobre tabla en forma de tríptico, fechado hacia 1500 cuyo cerramiento nos muestra en grisalla el tercer día de la Creación, cuya cenicienta apariencia contrasta con el abigarrado cromatismo de sus tres paneles internos Si el contraste de la tapadera gris con los tres paneles del tríptico es, en cuanto a los colores, muy vivo, reduplica su efecto no solo por la innumerable multitud que puebla el lujurioso jardín central, sino por los mil enredos que ocupa a esta tropa de desnudos en ansiosa busca de los placeres más rebuscados. Se trata, en efecto, de una composición, abigarrada, populosa y, sobre todo, estruendosa, como lo refrenda el propio Bosco que, en la escena del desagüe infernal de este gentío que no ha vivido nada más que para dar placer a los sentidos, concibe el ruido musical como el peor de los tormentos. Pues bien, al aclarar Ballester este abarrotado campo, nos revela, por supuesto, la soberbia calidad y originalidad paisajísticas de El Bosco, pero, más que eso, limpia y unifica la atmósfera del conjunto mostrándonos unos delicados tonos verdosos, azulencos y azafranados, de crepitación exclusivamente orgánica, mientras que el Infierno es apenas ya una noche por fuerza tenebrosa.
Sandro Botticelli pintó la historia de Nastagio degli Onesti, en 1483 como un conjunto de cuatro tablas, tres de las cuales se conservan en el Museo del Prado, donde los tres conciben la luz como un mediodía ideal como una luz intemporal y, por tanto, sin drama. Las tablas de Botticelli son de formato horizontal y desarrollan, con un orden narrativo secuencial, los momentos álgidos de la aleccionadora historia incluida en la octava novela de la quinta jornada del Decameron de Boccaccio, la cual, desvestida del trágico anecdotario, se nos muestra como un grato paisaje de un pinar mediterráneo, en el que Ballester solo ha conservado los restos del que parece un agitado banquete. En esta operación transformadora, los erguidos árboles toman el protagonismo de la escena, pero de una forma que geometriza el espacio con una claridad cristalina.
Aun más enjundia del pasar dramático de la luz, que no es solo el de una jornada, sino también estacional, nos lo proporciona el cuadro del también flamenco Pieter Brueghel el Joven, que pintó País nevado, seguramente inspirado en uno similar de su padre, pero de cuando ya seguía también la estela de otros paisajistas holandeses del XVII. En todo caso, la repentina ausencia de patinadores sobre el helado lecho del río aumenta la sensación física d frío y de desolación invernal.
De Claudio de Lorena tenemos Paisaje con el embarco en Ostia de santa Paula Romana, un óleo sobre lienzo, de formato vertical, de 211 x145 cm, en el que la luz rasante del amanecer, multiplicada por su refracción acuática, nos deslumbra al fondo, convirtiendo la bocana del puerto romano en un impresionante contraluz, de intenso dramatismo romántico, que refulge con aun mayor poderío al expandirse sobre la muy cuidada escenografía arquitectónica, sostenida por cristalinos bloques de piedra.formal y simbólica. Y, por último, sobre todo, nos muestran las muy diversas formas de incidencia luminosa.
El arte de la pintura, de Johannes Vermeer de Delft, pintado hacia 1665-1666 y que, en la actualidad, se conserva en el Kunsthistorisches Museum de Viena. El cuadro de Veermer nos es que esté poblado en exceso, cuenta con dos figuras animadas, una de las cuales es un autorretrato del propio pintor de espaldas y la otra, una joven, cuya corona laureada, la trompeta que porta en su mano derecha y el grueso libro en su izquierda nos anuncian, a pesar de su verista aspecto adolescente como de andar por casa, que se trata de una figura alegórica y, más en concreto, la de Clío, Musa de la Historia. El prolijo ajuar figurativo del cuadro, a través de cuyos diversos objetos en él apilados casi todos sobre una mesa reconocemos a las restantes artes: una máscara de yeso a la escultura; un libro abierto, al arte de la imprenta; un tapiz colgante, a la artesanía; la trompeta de la fama, también a la música; el propio interior, a la arquitectura…no es extraño que se haya interpretado el conjunto no solo como la representación de todas las artes, sino su competencia entre sí, saliendo victoriosa de la misma, la pintura. Toda esta parafernalia queda subsumida por Vemeer a lo que era la modesta esencia de todos sus cuadros: silenciosos ámbitos domésticos de la vida cotidiana holandesa de su época, pero, sobre todo, animados por lo que siempre para él fue la substancia misma del arte de la pintura, la luz y sus efectos.
El Estudio del artista (2008) nos revela la operación “limpiadora”, emprendida por Ballester en este caso, y nos deja frente a una escena de interior en que la única protagonista es la luz, cuya importancia “exterior”, cuando se trata de un paisaje, tampoco hace falta ponderar. De manera que Ballester, para iluminar el sentido de lo exterior, utiliza un interior; para el de un lejos, un cerca; para el de la naturaleza, la historia; para el de la historia pública, la historia privada.
Este lienzo, basado en ‘El arte de la pintura (Alegoría de la pintura)’, de Vermeer, es el único de los que no está inspirado en obras pertenecientes al Museo del Prado, sino que en la actualidad se conserva en el Kunsthistorisches Museum de Viena. Esta serie es fruto de las miles de visitas realizadas por el artista a la pinacoteca madrileña, que se siente «privilegiado» de contar con un museo como El Prado en su ciudad. «Fue una revelación pasiva», apunta, debido a su interés por profundizar en estas obras maestras.
Web del autor: www.josemanuelballester.com
Como este notable pintor todos los grandes ,desde Leonardo el inmortal ,pasando por Rafael Sancio, hasta llegar al genial Pablo Ruiz Picasso, Goya o cualquier flamenco, debieran duplicar sus cuadros con y sin su presencia en sus talleres o bien todos tarde o temprano darnos una idea de sus interesantes talleres que todos tienen un escenario favorito en la tranquilidad de su intimidad .Salu2